divendres, 9 de gener del 2015

CUANDO LA IGLESIA MANCHÓ DE SANGRE LA MADRUGADA


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viernes, 9 de enero de 2015

Cuando la iglesia manchó de sangre la madrugada

El viejo cura del pueblo, en el Valle de las palmeras, los esperaba en la puerta de la parroquia, los recibió sonriente, dando la bendición, a los cuatro señores que venían en el lujoso coche de Eufemiano. Conversaron un rato en la puerta sobre las novedades en el obispado, el nombramiento de nuevos sacerdotes para la zona centro de la isla, el tiempo caluroso que hacía en el aquel junio del 36.

Pasaron presurosos al viejo salón de Don José, un Cristo ensangrentado presidía la estancia y una foto encuadernada de Alfonso XIII. Comenzaron hablando de cómo había cambiado el municipio de San Lorenzo desde que gobernaban los rojos, del joven alcalde comunista, Juan Santana Vega, de cómo se organizaban potenciando la agricultura, desarrollando una especie de reforma agraria al margen los terratenientes de la zona, del reparto de la tierra, de las banderas rojas, la tricolor republicana, con las que habían salido a las calles la noche de las elecciones municipales.

En la sala de al lado junto a un reclinatorio y una vieja imagen de la virgen del Carmen, la joven Josefita Travieso limpiaba como cada día la casa del cura, no le gustaba ese trabajo, lo hacía por necesidad, el anciano con sotana la miraba demasiado, le había tocado el culo varias veces y a ella le daba mucho asco, la necesidad la obligaba a acudir cada día a desarrollar unas tareas que detestaba.

Escuchaba los comentarios de los hombres reunidos en la habitación contigua, no pudo resistirse a poner el oído mientras hablaban de un alzamiento inminente, de la necesidad de acabar de una vez con la República, con las hordas marxistas que estaban destruyendo el orden establecido. Escuchó nombres y apellidos que desconocía como un tal Francisco Franco, Yagüe, Mola, García Escámez y otros que le sonaban como los Del Castillo, De Lugo, Manrique de Lara, Bonny, el conde, la marquesa. No se imaginaba la chiquilla lo que iba a suceder en su pueblo varias semanas después de ese encuentro.

El cojo Acosta daba los nombres de las personas que asistieron a los actos electorales, de quienes solían visitar el ayuntamiento, las reuniones de trabajo en el salón dorado, las asambleas sindicales en las fincas de tomateros o plataneras, las casas que visitaba el alcalde, hasta que bares frecuentaba cada uno para tomarse unos rones y fumarse un Virginio. Eufemiano tomaba notas en su vieja libreta con herrumbrosos aros metálicos, una escritura medieval, como de niño de párvulo, demasiado lenta y precisa, preguntando por los cabecillas, por los que habían hablado más en tal o cual reunión, donde vivían las novias de cada uno, las madres, de que calle, de que barrio, de que pueblo procedían.

El cura se subió la sotana para sentarse más cómodo, repollinado sirvió las copas de vino y encendió un cigarro de tabaco negro. Miró a los ojos de Eufemiano y con una complicidad antigua le dijo: “Yo tengo más nombres, más datos, que me dieron sus mujeres en la confesión. Por la grandísima misericordia de nuestro señor Jesucristo, en este caso se puede hacer una excepción al secreto que nos obliga el santo padre”.

Los hombres se miraron y Ventura se estiró el bigote animado. Don José comenzó a hablar, a rebelar tantos secretos, tantas reseñas, que se llevaron inmensas sorpresas sobre personas de las que desconocían lo que pensaban. A quien habían votado en las municipales, las andanzas amorosas de muchos republicanos, lo que habían dicho en cualquier cena de sus humildes casas, los abortos clandestinos, las opiniones políticas, lo que comentaban sobre los terratenientes de la zona, como habían acusado entre amigos al cojo Acosta de haber abusado de varios niños en el pueblo.

Eufemiano no daba abasto, la libreta se le llenaba de nombres, de frases, de días, de horas concretas, de chismorreos, de lo que pensaba medio pueblo, testimonios con fecha donde se había dicho cualquier cosa, cualquier opinión banal, cada militante, anarquista, comunista, socialista, de los que desconocían hasta ese momento. Todo gracias a Don José que sonreía orgulloso ante la satisfacción del peculiar grupo.

Casi entrando la noche y después de varias horas levantaron la sesión, al otro lado Josefita lo había escuchado todo, casi no se lo creía, como el obeso y sudoroso sacerdote había violado de esa forma secretos tan íntimos, confesiones de tantas personas buenas del pueblo. Se apresuró a salir con la bolsa de los trapos de cocina, la ropa sucia del cura para lavarla en la acequia de la presa. Ventura le miró el culo, intentó tocarle el pecho, diciéndole una especie de piropo sexual, ella giró, percibió su asqueroso aliento, aceleró el paso mientras el resto se reían a carcajadas, salió a la calle con la brisa en su pelo rubio, con llantos en sus ojos verdes, un sabor en la boca a sangre, a hiel, a premoniciones terribles.

El cura les dio de nuevo la bendición, un “Nuestro señor Jesucristo y la Virgen del Pino vaya con ustedes”. Subieron al coche de Eufemiano y fueron directos a la sede de Falange en el Puerto, cerca del muelle, allí los esperaban varios dirigentes de la organización fascista. Eufóricos hicieron una última parada en el prostíbulo de Arenales, para casi de madrugada, comenzar a elaborar las listas de las más de 5.000 personas que serían asesinadas en toda Canarias, que comenzarían la madrugada de julio de 1.936, encabezadas por las “Brigadas del amanecer”.

Dividieron cada listado metódicamente por zonas de la isla, a quienes fusilarían tras consejo de guerra, a quienes desaparecerían, quienes serían arrojados a la Sima de Jinámar, a los pozos de Arucas, Tenoya, al Barranco de Guinigüada, a La Marfea, a los agujeros volcánicos de los Giles y Tafira.

Ya se habían reunido en cada municipio, de norte a sur, se habían sentado con todos los caciques, con cada cura que estuviera dispuesto a hablar, a contar con detalle la vida de sus feligreses, solo dos se negaron.

Al día siguiente de aquel encuentro, Josefita lavaba la ropa de su amo, con el resto de las mujeres del pueblo, allí en el naciente de la presa, no dijo nada, rumiaba pensamientos tristes, el agua fría le quemaba las manos, la ropa interior del cura casi la hace vomitar. El silenció inundó a los pocos días aquella zona del mundo, aquellos paramos isleños olvidados por el dios de los enriquecidos.

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CUANDO LA IGLESIA MANCHÓ DE SANGRE LA MADRUGADA
El viejo cura del pueblo, en el Valle de las palmeras, los esperaba en la puerta de la parroquia, los recibió sonriente, dando la bendición, a los cuatro señores que venían en el lujoso coche de Eufemiano. Conversaron un rato en la puerta sobre las novedades en el obispado, el nombramiento de nuevos sacerdotes para la zona centro de la isla, el tiempo caluroso que hacía en el aquel junio del 36.
Pasaron presurosos al viejo salón de Don José, un Cristo ensangrentado presidía la estancia y una foto encuadernada de Alfonso XIII. Comenzaron hablando de cómo había cambiado el municipio de San Lorenzo desde que gobernaban los rojos, del joven alcalde comunista, Juan Santana Vega, de cómo se organizaban potenciando la agricultura, desarrollando una especie de reforma agraria al margen los terratenientes de la zona, del reparto de la tierra, de las banderas rojas, la tricolor republicana, con las que habían salido a las calles la noche de las elecciones municipales.
En la sala de al lado junto a un reclinatorio y una vieja imagen de la virgen del Carmen, la joven Josefita Travieso limpiaba como cada día la casa del cura, no le gustaba ese trabajo, lo hacía por necesidad, el anciano con sotana la miraba demasiado, le había tocado el culo varias veces y a ella le daba mucho asco, la necesidad la obligaba a acudir cada día a desarrollar unas tareas que detestaba.
Escuchaba los comentarios de los hombres reunidos en la habitación contigua, no pudo resistirse a poner el oído mientras hablaban de un alzamiento inminente, de la necesidad de acabar de una vez con la República, con las hordas marxistas que estaban destruyendo el orden establecido. Escuchó nombres y apellidos que desconocía como un tal Francisco Franco, Yagüe, Mola, García Escámez y otros que le sonaban como los Del Castillo, De Lugo, Manrique de Lara, Bonny, el conde, la marquesa. No se imaginaba la chiquilla lo que iba a suceder en su pueblo varias semanas después de ese encuentro.
El cojo Acosta daba los nombres de las personas que asistieron a los actos electorales, de quienes solían visitar el ayuntamiento, las reuniones de trabajo en el salón dorado, las asambleas sindicales en las fincas de tomateros o plataneras, las casas que visitaba el alcalde, hasta que bares frecuentaba cada uno para tomarse unos rones y fumarse un Virginio. Eufemiano tomaba notas en su vieja libreta con herrumbrosos aros metálicos, una escritura medieval, como de niño de párvulo, demasiado lenta y precisa, preguntando por los cabecillas, por los que habían hablado más en tal o cual reunión, donde vivían las novias de cada uno, las madres, de que calle, de que barrio, de que pueblo procedían.
El cura se subió la sotana para sentarse más cómodo, repollinado sirvió las copas de vino y encendió un cigarro de tabaco negro. Miró a los ojos de Eufemiano y con una complicidad antigua le dijo: “Yo tengo más nombres, más datos, que me dieron sus mujeres en la confesión. Por la grandísima misericordia de nuestro señor Jesucristo, en este caso se puede hacer una excepción al secreto que nos obliga el santo padre”.
Los hombres se miraron y Ventura se estiró el bigote animado. Don José comenzó a hablar, a rebelar tantos secretos, tantas reseñas, que se llevaron inmensas sorpresas sobre personas de las que desconocían lo que pensaban. A quien habían votado en las municipales, las andanzas amorosas de muchos republicanos, lo que habían dicho en cualquier cena de sus humildes casas, los abortos clandestinos, las opiniones políticas, lo que comentaban sobre los terratenientes de la zona, como habían acusado entre amigos al cojo Acosta de haber abusado de varios niños en el pueblo.
Eufemiano no daba abasto, la libreta se le llenaba de nombres, de frases, de días, de horas concretas, de chismorreos, de lo que pensaba medio pueblo, testimonios con fecha donde se había dicho cualquier cosa, cualquier opinión banal, cada militante, anarquista, comunista, socialista, de los que desconocían hasta ese momento. Todo gracias a Don José que sonreía orgulloso ante la satisfacción del peculiar grupo.
Casi entrando la noche y después de varias horas levantaron la sesión, al otro lado Josefita lo había escuchado todo, casi no se lo creía, como el obeso y sudoroso sacerdote había violado de esa forma secretos tan íntimos, confesiones de tantas personas buenas del pueblo. Se apresuró a salir con la bolsa de los trapos de cocina, la ropa sucia del cura para lavarla en la acequia de la presa. Ventura le miró el culo, intentó tocarle el pecho, diciéndole una especie de piropo sexual, ella giró, percibió su asqueroso aliento, aceleró el paso mientras el resto se reían a carcajadas, salió a la calle con la brisa en su pelo rubio, con llantos en sus ojos verdes, un sabor en la boca a sangre, a hiel, a premoniciones terribles.
El cura les dio de nuevo la bendición, un “Nuestro señor Jesucristo y la Virgen del Pino vaya con ustedes”. Subieron al coche de Eufemiano y fueron directos a la sede de Falange en el Puerto, cerca del muelle, allí los esperaban varios dirigentes de la organización fascista. Eufóricos hicieron una última parada en el prostíbulo de Arenales, para casi de madrugada, comenzar a elaborar las listas de las más de 5.000 personas que serían asesinadas en toda Canarias, que comenzarían la madrugada de julio de 1.936, encabezadas por las “Brigadas del amanecer”.
Dividieron cada listado metódicamente por zonas de la isla, a quienes fusilarían tras consejo de guerra, a quienes desaparecerían, quienes serían arrojados a la Sima de Jinámar, a los pozos de Arucas, Tenoya, al Barranco de Guinigüada, a La Marfea, a los agujeros volcánicos de los Giles y Tafira.
Ya se habían reunido en cada municipio, de norte a sur, se habían sentado con todos los caciques, con cada cura que estuviera dispuesto a hablar, a contar con detalle la vida de sus feligreses, solo dos se negaron.
Al día siguiente de aquel encuentro, Josefita lavaba la ropa de su amo, con el resto de las mujeres del pueblo, allí en el naciente de la presa, no dijo nada, rumiaba pensamientos tristes, el agua fría le quemaba las manos, la ropa interior del cura casi la hace vomitar. El silenció inundó a los pocos días aquella zona del mundo, aquellos paramos isleños olvidados por el dios de los enriquecidos.