divendres, 16 de gener del 2015

Florencia y Guayarmina, el instante infinito tras la noche del dolor.


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jueves, 15 de enero de 2015


A Guayarmina la llevaba cada viernes su madre a ver a su abuela al hospital de La Garita en Telde, la pobre vieja había perdido el juicio, la tenían en la planta de las enfermitas que morirían en breve, un espacio de tristeza y desaliento. Aquel lugar irradiaba un frio que se metía en los huesos y la chiquilla lo notaba, a sus 9 añitos ya sabía que su abuelita Florencia se le iba, que partiría pronto a ese cielo imaginario del que le hablaron la monjas en las Dominicas.

Los viernes era ya rutina dejar los bolsos del cole y salir en el SEAT 850 por la vieja carretera de La Laja, aquellos años 60 se hacían interminables, la música de moda se incrustaba en la cotidianeidad de la vida de una niña con los ojos grandes, marrones como las tardes en la parroquia de Triana para la catequesis de la primera comunión.

Ese día la vieja que nunca hablaba tenía los ojos húmedos, parecía haber estado llorando y su hija se los limpió con un poquito de papel del baño, le mojó los labios con el vasito de agua de San Roque, pero Florencia miraba con los ojos brillantes a la ventana, señalaba con sus arrugados dedos algo desconocido, sonreía como si viera algo maravilloso, algún ser desconocido en aquel espacio para el dolor y la muerte.

Su madre tuvo que bajar al rutinario encuentro con el doctor Gutiérrez, donde siempre le decía lo mismo, una especie de diálogo de sordos, donde la esperanza hacía ya siete años que se había marchado, justo el día en que Florencia comenzó a hablar sola, a confundir a sus hijos con antiguos seres desconocidos, con los años que se marchaba con el fallecido abuelo a Fuerteventura, en aquel barco a pasar los veranos en la casita de Gran Tarajal.

Guaya se quedó sola con Florencia y la viejita le dio la mano, se la apretó, le pidió con los ojos que la ayudara a levantarse, la niña la tomó del brazo, no le costó mucho, estaba muy flaca, no pesaba nada y llegó al alféizar, apoyó sus bracitos delgados, miró a los ojos de su nieta y en una especie de susurro le dijo: “Mira mi niña allá abajo detrás de esas montañas llevaban a los hombres que luchaban por los pobres, los metían en camiones y los encerraban en barracones”.

Guayarmina sintió como una especie de sudor frio en su espalda, hacía varios años que no hablaba, por un momento estuvo a punto de bajar corriendo a buscar a su madre, pero no pudo, Florencia la agarraba por su manita suavemente, le acariciaba con cariño su brazo, mirando como desesperada un horizonte desconocido, real, impoluto como el recuerdo más puro, una memoria ciega, sorda y muda de nacimiento, pero que ahora se manifestaba, cuando las dos se sentaron en la cama y la viejita le pasó el brazo por los hombros.

Entonces fue cuando los ojos de Florencia brillaron más que nunca, se llenaron de lágrimas, y le dijo que cuando algún día se enamorara el cielo sería más lindo, las flores la envolverían en un aroma de sueños y magia. En ese momento le habló de Anselmo Castellano, el joven médico del que se enamoró con 18 años en el pueblito de Valsequillo.

La niña mucho más tranquila escuchaba con ojos de dulzura, la viejita la miraba, acariciaba su pelo y le hablaba de su amor, de cómo se veían a escondidas entre los bosques de Tentenigüada, bajando los barrancos tomados de la mano, hablando de los antiguos, aquellos seres de los que quedaban cuevas y casas de piedra seca, los que escribieron las paredes con tinta de flores, dejando símbolos a la lluvia, al dios sol, a cada oscura noche de lluvia y temporal.

Florencia le dijo que se lo habían llevado, que el día después de haberse encontrado en la finca de Tavío, cuando se abrazaron entre aguacateros y se besaron, se acariciaron durante horas al compás del canto de los pájaros pintos.

Como llegaron aquellos hombres vestidos de azul, algunos hijos de Don Juan Espino, el amo de las fincas y de medio pueblo, que lo agarraron en la casa de su madre, que lo sacaron a golpes, que Anselmo solo tenía 27 años, que ayudaba a la gente, que atendía a los pobres sin cobrarles en su pequeñita consulta de la calle del agua. Que no se merecía ese fin, que no era posible que le hicieran tanto daño a ella, a su amor, a su existencia.

En ese momento Florencia le señaló de nuevo la ventana, le pidió que la acercara un instante más, que la dejara asomarse para ver las montañas que impedían ver aeropuerto de Gando, el islote del Lazareto, el campo de concentración, donde Anselmo pasó sus últimos días antes de llevárselo, antes de sacarlo a patadas y culatazos de la cama de madera, para junto a 5 hombres más tirarlo a la Sima de Jinámar.

Guaya miraba como quien escucha un cuento fantástico, pero que sabía que era real, mientras la viejita se acurrucaba, temblaba, mientras la niña la cubriá con la manta mientras se metía de nuevo en su lecho.

“Mamá la abuela me habló, me contó una historia”. “¡Cállate muchacha! Dijo su madre mientras la abuela ya dormía profundamente: “Tú estás loca chiquilla”.

La niña no dijo nada, prefirió guardarse esa historia, ese momento tierno, ese instante de algo parecido a la magia, lo recordó el domingo siguiente cuando se quedó en casa con su prima Matilde, mientras su familia enterraba a Florencia en el cementerio de Telde.

Esa noche la niña sintió por unos momentos antes de dormirse en su cama, como una especie de caricia en su pelo, algo desconocido, placentero, una complicidad inmaterial, un recuerdo, un inmenso sentimiento que olía a flores de la montaña, la memoria invencible de una historia de amor.

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