dijous, 12 de març del 2015

La playa del cielo que estalló en pedazos. Viajando entre la tormenta. Francisco González Tejera.


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jueves, 12 de marzo de 2015

La playa del cielo que estalló en pedazos

El grupo de hombres evadidos alcanzó los riscos del pinar de Linagua, la niebla inundaba las montañas, un aire helado en pleno mes de julio que atravesaba  como un puñal de hielo sus escasos abrigos, una sola manta para los tres, que aprovechaban para taparse en las noches apretujados unos contra los otros buscando calor.

Esteban Granado, Sergio Acosta y Roberto Chinea, eran vecinos de Las Palmas de Gran Canaria, aunque Roberto había venido de muy niño a la isla con sus padres desde La Gomera. Eran miembros del Frente Popular sin adscripción política a ninguno de los partidos que formaban esa confluencia de la izquierda, pero se comprometían al máximo con esa causa para terminar con el empobrecimiento generalizado, los abusos de poder de los terratenientes, unas relaciones laborales de carácter medieval, donde se trabajaba de sol a sol sin seguridad social, sin contratos de trabajo, con todo tipo de abusos, que incluían en algunos pagos, hasta el derecho de pernada de los caciques sobre las mujeres más jóvenes.

Los tres sabían que cerca de allí en el Barranco del Asno, habían capturado días antes  al diputado comunista Eduardo Suárez, al socialista y delegado gubernativo Fernando Egea, junto a sus dos mujeres, una de ellas embarazada de ocho meses, cuando fueron abandonados por el patrón de un barco que partió del Puerto de las Nieves (Agaete), siendo delatados por el marinero a las fuerzas fascistas, capturados y juzgados de forma injusta en consejo de guerra, para ser fusilados en agosto de 1936.

El cerco se estrechaba, ellos lo sabían, tenían que ser muy cautelosos en cada movimiento y contaban con la suerte del conocimiento exhaustivo del terreno de Esteban Granado, que había trabajado muchos años en los hornos de brea de la zona, lo que le daba una gran seguridad al saber donde estaba cada cueva, cada agujero, cada grieta de  lava, los lugares menos visibles de los prismáticos de la guardia civil, los falangistas o militares.

Aquella noche de viento la pasaron en una cueva de los antiguos canarios, donde había abundante material arqueológico en superficie, incluso recipientes de barro en buen estado, varios símbolos familiares conocidos como “pintaderas”, que según algunas teorías se usaban como sellos para la piel, un molino de piedra para hacer gofio y al fondo una tumba, una mujer momificada con mechones de un pelo rubio y brillante, que parecía descansar en la paz de aquel acantilado sin casi acceso, donde seguramente nadie había llegado después de la masacre castellana sobre aquel pueblo originario.

Muy de mañana partieron sin tocar nada de la cueva, dejándola intacta,  la mujer momificada parecía que los miraba, sintieron que era casi un pecado alterar aquel templo del pasado, donde otros seres, en otra época, también tuvieron que huir de los mismos asesinos, de la misma iglesia católica, de los mismos poderosos en busca de nuevas tierras para su enriquecimiento colonial, la misma explotación, el mismo genocidio sobre todo un pueblo humilde y noble.

Se dirigieron al barranco de Guguy desde el Roque de Bermejo, entre los brezos, la madrugada era ventosa, se veía claramente el planeta Venus alumbrando el infinito. Los tres bajaron en silencio, no se veía nadie, solo los balidos de las cabras guanilas, que pastaban libres entre cardones y tabaibas gigantescas. Miraban hacia atrás con frecuencia, no había señales de la brigada, no se escuchaba el sonido de las botas militares, solo el viento atronador, una ligera lluvia y una suave neblina que disminuía según bajaban hacia el mar, seguían sin ver a ningún ser humano, una inmensa soledad que daba miedo, hasta llegar a la playa virgen en total bajamar, con escasas olas, un agua limpia que olía tremendamente a salitre.

Caminaron hacia Guguy Grande atravesando las rocas y en la orilla detectaron varios cuerpos inertes, se acercaron y eran cuatro hombres atados de pies y manos ahogados, con varios días de haber fallecido, todo parecía indicar que la corriente los había traído de algún lugar remoto, donde los franquistas los habían arrojado al mar, una más de las muchas represalias sobre miles de canarios, unos cuerpos desamparados, amorfos, como muñecos de trapo, sin ropa, solo las ataduras clavadas en la piel.

Los tres hombres los taparon con arena en varios pequeños agujeros, en el horizonte se veían pasar los barcos, algunos de guerra, por lo que tuvieron que esconderse tras varios montículos de piedra para esperar que se despejara, que nadie los pudiera identificar.

El objetivo mantenerse todo el tiempo posible evadidos, ocultos, sin que nadie los viera, una especie de ejercito derrotado en franca retirada, en una playa donde había agua de manantial, abundante pesca, pero un lugar que seguía siendo peligroso.

Aguantaron lo que pudieron, allí estuvieron casi seis meses, se adaptaron a un lugar mágico donde se veían cientos de delfines al amanecer jugando casi en la orilla, las reuniones nocturnas con un pequeño fuego tras los peñones, que no se viera desde el mar ni desde las escarpadas montañas.

Un día mientras dormían escucharon voces, gente comentando y comprobaron muy asustados que eran pescadores de Mogán y de La Aldea, que venían persiguiendo los bancos de sardinas.

Se acercaron a la orilla, se dejaron ver y los hombres de la mar desembarcaron, Sergio Acosta identificó a uno que conocía de las reuniones de la Federación Obrera, era Sebastián Ojeda, un joven pescador, acompañado de cinco hombres más. Todos se sentaron en la arena y los fugitivos les contaron su odisea, no tenían nada que perder, uno de los pescadores, Eliseo Junco, les ofreció llevarlos en su barco escondidos hasta el puerto de Las Palmas, consciente de que se jugaba la vida, allí podían meterse de polizones en algún buque de carga que saliera hacia África o Venezuela.

Tras debatirlo un instante, recogieron sus cosas y se metieron en el barco de pesca de dos proas, se taparon con redes y las viejas mantas entre el pescado agonizante y varios pulpos y calamares gigantes. 

Llegaron de noche al muelle de La Luz, en la orilla se veían grupos de falangistas y militares, controlando el acceso a los barcos. Eliseo les propuso elegir uno y nadar varios cientos de metros para escalarlo y esconderse en su interior.

Al rato vieron un barco argentino, calentaba motores para salir esa misma noche, no había otra salida, se lanzaron al mar tras abrazar al viejo pescador, le dejaron su vieja manta, la poca comida que tenían, una boina y un cuchillo canario por el gran favor.

El agua estaba fría, la oscuridad era casi total, llegaron al barco y desde abajo se escuchaban voces, un acento distinto, esperaron varias horas y cuando no escucharon a nadie subieron por las cuerdas de amarre, para refugiarse bajo unas lonas junto a un bote salvavidas. En poco tiempo el barco comenzó a alejarse de la costa, Esteban llevaba una bolsa con jarea salada para los tres, un lebrillo de piel de cabra con agua salobre, que podría durarle varios días.

Abrazados sintieron como el mar se violentaba entre  las olas, se durmieron como niños recién nacidos mientras se alejaban de su amada tierra a un destino incierto, lejano, una especie de ruta iniciática por el tiempo hacia los años donde existió la felicidad.

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