divendres, 1 de maig del 2015

Discurso de Antonio Machado a las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU, entonces comunistas). Valencia, 1 de mayo de 1937.






"Desde un punto de vista teórico, yo no soy marxista. Veo, sin embargo, con entera claridad, que el socialismo, en cuanto supone una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad de medios concebidos a todos para realizarlo, y en la abolición de los privilegios de clase, es una etapa inexcusable en el camino de la justicia; veo claramente que es ésa la gran experiencia humana de nuestros días, a que todos de algún modo debemos contribuir".

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Publicado por María Torres para Búscame en el ciclo de la vida el 5/01/2015 05:46:00 p. m.

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Antonio Machado en la Conferencia Nacional de las Juventudes Socialistas Unificadas. Valencia, 15 de enero de 1937
Este reportaje, «El poeta en el exilio», realizado por Marga Gallego y G. Monreal, fue emitido en el espacio ¿Te acuerdas? de RTVE el 23 de febrero de 2009. Agradezco a Tomás Gorria, de Rocafort (Valencia), el haberme informado sobre este vídeo en YouTube. Del reportaje, muy interesante y bien realizado, sólo discrepo de la opinión de Luis García Montero: creo que los restos de Antonio Machado deben quedarse donde están, es decir, en Collioure, donde murió y fue enterrado.
En la primera parte del reportaje se rescata un documental de 1937 en el que aparece Antonio Machado. Según los realizadores, estas imágenes son la única película que se conserva de Antonio Machado, lo cual ignoro si será así, aunque desde luego son las únicas que conozco y por lo tanto de una notable importancia.
El documental de 1937 corresponde a la sesión inaugural de la Conferencia Nacional de Juventudes, organizada por las Juventudes Socialistas Unificadas, que tuvo lugar los días 15, 16 y 17 de enero de 1937, en el salón de sesiones del Ayuntamiento de Valencia, el mismo escenario en el que poco después, en julio del mismo año, tendría lugar el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, y en el que intervendría también Antonio Machado.
La sesión inaugural de la Conferencia dio comienzo a las 10 de la mañana y se prolongó hasta la 1.15 de la tarde. Sobre la mesa presidencial se colocó una monumental estrella de cinco puntas con las iniciales JSU. Como presidentes de honor, en esta sesión inaugural del día 15 ocuparon la mesa el alcalde de Valencia, Cano Coloma, el profesor Pedro Carrasco, los dirigentes comunistas José Díaz (secretario general del Partido Comunista) y Dolores Ibárruri,Pasionaria, los ministros Julio Álvarez del Vayo (de Estado), el comunista Jesús Hernández (de Instrucción Pública) y Carlos Esplá (de Propaganda), y Antonio Machado.
Primero intervino Manuel Vidal, al que siguieron el profesor Carrasco, el alcalde de Valencia, Jesús Hernández, Carlos Esplá, Pasionaria, Álvarez del Vayo, y finalmente José Díaz.
Antonio Machado —que en uno de los fotogramas vemos sentado, si no me equivoco, entre los ministros Julio Álvarez del Vayo y Carlos Esplá— no intervino en esta sesión inaugural, quizá por falta de tiempo. Sin embargo, hay que suponer que llevaría preparado su discurso, pues en el documental le vemos llevando una carpeta, que deja sobre la mesa, quizá con las cuartillas de su intervención. Esta intervención sería publicada poco después en su libroLa guerra (1937), con el título «Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas». El hecho de que Machado recogiera este discurso en su libro demuestra la importancia que le dio a este escrito.
Ya en la sesión de la tarde, que dio comienzo a las 3.30, un joven Santiago Carrillo —que en esta Conferencia sería elegido secretario general de la comisión ejecutiva de las JSU y leería el discurso de clausura— leyó su extenso informe, que se prolongó hasta las 8 de la noche.

Fotogramas |

Otros documentos
— «La Conferencia Nacional de Juventudes. Palabras del gran poeta Antonio Machado», La Vanguardia (Barcelona), 13 de enero de 1937, p. 5
— Antonio Machado, «Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas», en La guerra, Madrid, Espasa-Calpe, 1937, pp. 93-112.
 

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Antonio Machado
Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas
Acaso el mejor consejo que puede darse a un joven es que lo sea realmente. Ya sé que a muchos parecerá superfluo este consejo. A mi juicio, no lo es. Porque siempre puede servir para contrarrestar el consejo contrario, implícito en una educación perversa: procura ser viejo lo antes posible.

Se vela por la pureza de la niñez; se la defiende, sobre todo, de los peligros de una pubescencia anticipada. Muy pocos velan por la pureza de la juventud; a muy pocos inquieta el peligro, no menos grave, de una vejez prematura. Sabemos ya, y acaso lo hemos creído siempre, que la infancia no se enturbia a sí misma, y hemos adquirido un respeto al niño, loable, en verdad, si no alcanzase los linderos de la idolatría. Se sigue creyendo, en cambio, que toda la turbulencia que advertimos en los jóvenes es de fuente juvenil, y que al joven sólo puede curarle la vejez. Yo he pensado siempre lo contrario. Por ello he dicho siempre a los jóvenes: adelante con vuestra juventud. No que ella se extienda más allá de sus naturales límites en el tiempo, sino que, dentro de ellos, la viváis plenamente. Adelante, sobre todo, con vuestra faena juvenil: ella es absolutamente intransferible; nadie la hará, si vosotros no la hacéis.

Uno de los graves pecados de España, tal vez el más grave, acaso el que hoy purgamos con la tragedia de nuestra patria, es el que pudiéramos llamar «gran pecado de las juventudes viejas». Yo las conozco bien, amigos queridos, perdonadme esta pequeña jactancia. En mi ya larga vida, he visto desfilar varias promociones y diversos equipos de jóvenes pervertidos por la vejez: ratas de sacristía, flores de patinillo, repugnantes lombrices de caño sucio. Los conozco bien. Y son esos mismos jóvenes sin juventud los que hoy, ya maduros, mejor diré, ya podridos, levantan, en la retaguardia de sus ejércitos mercenarios, los estandartes de la reacción, los mismos que decidieron, fría y cobardemente, vender a su patria y traicionar el porvenir de su pueblo. Son esos mismos también, aunque no siempre lo parezcan, los que hoy quisieran corromperos, sembrar la confusión y el desorden en vuestras filas, los enemigos de vuestra disciplina, en suma, cualesquiera que sean los ideales que digan profesar.

¡La disciplina!... He aquí una palabra, que vosotros, jóvenes socialistas unificados, no necesitáis, por fortuna, que yo os recuerde. Porque vosotros sabéis que la disciplina, útil para el logro de todas las empresas humanas, es imprescindible en tiempos de guerra. De disciplina sabéis vosotros, por jóvenes, mucho más que nosotros, los viejos, pudiéramos enseñaros. Contra lo que se cree, o afecta creerse, también la disciplina es una virtud esencialmente juvenil, que muy rara vez alcanza a los viejos. Sólo la edad generosa, abierta a todas las posibilidades del porvenir, realiza gustosa el sacrificio de todo lo mezquinamente individual a las férreas normas colectivas que el ideal impone. Sólo los jóvenes verdaderos saben obedecer sin humillación a sus capitanes, velar por el prestigio, sin sombra de adulación, de los hombres que, en los momentos de peligro, manejan el timón de nuestras naves; sólo ellos saben que en tiempo de guerra y de tempestad los capitanes y los pilotos, cuando están en sus puestos, son sagrados.

Nada temo de la indisciplina juvenil, porque nunca he creído en ella. Mucho temo, mucho he temido siempre de la mansa indisciplina de la vejez, de esa vejez anárquica, en el sentido peyorativo de estas dos palabras —un hombre encanecido en actividades heroicas sabe guardar como un tesoro la llama íntegra de su juventud, y un anarquista verdadero puede ser un santo— de ese espíritu díscolo y rebelde a toda idealidad, siempre avaro de bienes materiales, codicioso de mando para imponer la servidumbre, que, en suma, sólo obedece a lo más groseramente individual: los humores, y apetitos de su cuerpo averiado, sus rencores más turbios, sus lujurias más extemporáneas. A eso, que es la vejez misma, he temido siempre.

Si repasáis la breve historia de nuestra República, que se inaugura magníficamente con signo juvenil, dominada por hombres que gobiernan y legislan atentos al porvenir de su pueblo, veréis que es un hombre profundamente viejo, un alma decrépita de ramera averiada y reblandecida, el llamado Lerroux, quien se encarga de acarrear a ella, de amontonar sobre ella —¡nuestra noble República!— todos los escombros de la rancia política en derribo, toda la cochambre de la inagotable picaresca española. A esto llamaba él ensanchar la base de la República.

Yo os saludo, pues, jóvenes socialistas unificados, con un respeto que no siempre pude sentir por los ancianos de mi tiempo, porque muchos de ellos estaban deshaciendo a España, y vosotros pretendéis hacerla. Desde un punto de vista teórico, yo no soy marxista, no lo he sido nunca, es muy posible que no lo sea jamás. Mi pensamiento no ha seguido la ruta que desciende de Hegel a Carlos Marx. Tal vez porque soy demasiado romántico, por el influjo, acaso, de una educación demasiado idealista, me falta simpatía por la idea central del marxismo; me resisto a creer que el factor económico, cuya enorme importancia no desconozco, sea el más esencial de la vida humana y el gran motor de la historia. Veo, sin embargo, con entera claridad, que el Socialismo, en cuanto supone una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad de los medios concedidos a todos para realizarlo, y en la abolición de los privilegios de clase, es una etapa inexcusable en el camino de la justicia; veo claramente que es ésa la gran experiencia humana de nuestros días, a que todos de algún modo debemos contribuir. Ella coincide plenamente con vuestra juventud, y es una tarea magnífica, no lo dudéis. De modo que, no sólo por jóvenes verdaderos, sino también por socialistas, yo os saludo con entera cordialidad. Y en cuanto habéis sabido unificaros, que es mucho más que uniros, o juntaros para hacer ruido, contáis con toda mi simpatía y con mi más sincera admiración.
1 mayo 1937.

En Antonio Machado, La guerra, Madrid, Espasa-Calpe, 1937, pp. 93-112.

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