dijous, 6 d’agost del 2015

VALÈNCIA ES HISTÒRIA Hubo castigo para ellas... en ambos bandos.


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VALÈNCIA ES HISTÒRIA

VICENT BAYDAL. 03/08/2015
VALENCIA. «Mercedes dio tres palmadas y las presas se pusieron en fila: ˝El culto religioso forma parte de su reeducación. No han querido comulgar y hoy ha nacido Cristo. Van a darle todas un beso, y la que no se lo dé se queda sin comunicar esta tarde...˝. Una a una, las presas fueron besando el pie ofrecido. Después de unos minutos, la monja obligó a Tomasa. Atrajo la cabeza de la reclusa hacia el Niño Jesús. Tomasa agachó la cabeza, acercó los labios al pequeño pie, y en lugar de besarlo, abrió la boca y separó los dientes. Un crujido resonó en el silencio de la galería. Un crujido. Y una boca que se alza sonriendo, con un dedo entre los dientes. Y un grito: ˝¡Bestia comunista!˝».
Es uno de los pasajes de La voz dormida (Alfaguara, 2002), la novela deDulce Chacón que relata el terrible sufrimiento de las mujeres encarceladas durante la posguerra española por sus actitudes políticas. Pero la historia no es imaginada, sino basada en un hecho real protagonizado por Remedios Montero, una guerrillera comunista del maquis que fue detenida en las montañas del interior valenciano, brutalmente apaleada en diversas comisarías de Valencia hasta perder la capacidad para tener hijos y encarcelada durante ocho años y medio, tras los cuales se exilió en Praga.
Sus memorias y las de muchas otras mujeres están siendo recuperadas en los últimos años a través de entrevistas, biografías, novelas, películas y obras de teatro que muestran los sufrimientos que padecieron como consecuencia de una brutal guerra civil que marcó la historia contemporánea de España. También los estudios históricos más específicos están dirigiendo su mirada hacia esos pasajes vitales que configuran el caleidoscopio de la existencia colectiva femenina durante los años más duros de nuestro pasado reciente.
Es el caso, por ejemplo, de la monografía que acaba de publicar Glicerio Sánchez, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alicante, sobre la represión política en Monòver entre 1936 y 1943, es decir, durante los primeros años del franquismo, pero también en la etapa republicana tras la sublevación militar. En este último período las autoridades públicas y los tribunales populares represaliaron a 78 vecinos de la localidad del Vinalopó, acusados de «derechistas», «desafectos a la República» o «adheridos a la rebelión militar». Entre ellos hubo siete mujeres: cuatro que sufrieron prisión y tres que fueron asesinadas en las diversas «sacas» de presos que se produjeron entre septiembre y noviembre de 1936, con el resultado de 19 ejecuciones en total.
EJECUCIONES SUMARIAS
Una de ellas, Matilde Albert, fue detenida junto a su hijo y a su marido, un industrial de la Derecha Regional Valenciana, acabando los tres en las cunetas de las carreteras próximas a Monòver. Las otras dos fueron las hermanas Virtudes y Concepción Cerdán, de 54 y 48 años, del mismo partido político, que, por orden del ayuntamiento republicano, fueron llevadas de camino a Villena y, como era habitual, fueron bajadas del automóvil tras simular una avería para que los milicianos dispararan contra ellas, «que cayeron muertas en el acto».
Así pues, a pesar de que los hombres fueron el principal objetivo de la represión, dada su mayor implicación política en un país que todavía distaba mucho de contar con una participación femenina importante en la vida pública, también las mujeres sufrieron en sus propias carnes los encarcelamientos y las ejecuciones. Una situación similar se produjo tras la victoria final de los sublevados, con especial crudeza en las zonas que habían permanecido del lado de la República hasta el último momento, como en el caso valenciano.
Sin salir de Monòver, por ejemplo, que entonces tenía unos 10.000 habitantes, las nuevas autoridades franquistas represaliaron a 375 vecinos en los años inmediatamente posteriores a 1939, de los cuales 21 eran mujeres, un 5,6%. Fueron condenadas a prisión por sus actividades o filiaciones políticas, como las maestras Amparo García y Magdalena Mallebrera, que además fueron inhabilitadas para ejercer su profesión, oRemedios Gil la Bufona, Inés Hernández la Salinera y Carmen Payá, que había sido regidora del Ayuntamiento por el Partido Sindicalista y había destacado por su activismo en pro de los derechos de las mujeres.
En este sentido, el autoritarismo y la concepción jerárquica de la sociedad inherentes al nuevo régimen significaron un radical restablecimiento de los modelos de feminidad más tradicionales, basados en la idea de la desigualdad entre el hombre y la mujer por naturaleza y voluntad divina. Los primeros, detentores del poder y la fuerza, eran los dueños y señores del espacio público y político, mientras que las segundas, caracterizadas por el sentimiento y la fragilidad, debían quedar recluidas en el ámbito de la maternidad y la domesticidad.
RETROCESO EN DERECHOS
De hecho, todos los avances legislativos que se habían producido durante la República, como la igualdad jurídica, el sufragio femenino o la aprobación del divorcio, fueron suprimidos de inmediato. A partir de entonces, en el contexto general de los valores de dominación y subordinación que se impusieron en todos los aspectos de la vida, las mujeres tuvieron que ajustarse al modelo femenino nacional-católico que les otorgaba de manera restrictiva el rol de obedientes esposas, amorosas madres y abnegadas amas de casa.
Dichos principios, instaurados socialmente a través de la Sección Femenina del partido único del franquismo, la Falange Española Tradicionalista y de las Jons, fueron aplicados con saña sobre las represaliadas políticas de la posguerra. En lo que algunos expertos han definido como «el exterminio de 1939-1947», dado el intento de aniquilación, persecución o completa marginación de todos aquellos que habían sido leales a la República, las mujeres que colaboraron con ella fueron juzgadas primero en consejos de guerra, que solían establecer penas de prisión de 6 a 30 años, y posteriormente por el Tribunal de Responsabilidad Política, encargado de fijar las multas económicas correspondientes.
Se trata, evidentemente, de aquellas que no fueron directamente ajusticiadas, ya que se calcula que en el conjunto de España, tras los 50.000 asesinatos cometidos en la zona republicana y los 100.000 en la zona sublevada durante los tres años de guerra, aún se produjeron unas 50.000 ejecuciones más en la inmediata posguerra. De ellas, según ha recopilado detalladamente el historiador Vicent Gabarda, unas 4.500 se dieron en el territorio valenciano, de las que aproximadamente un 1% tenía nombre femenino, un total de 41 mujeres.
MUERTE A LAS «AMANCEBADAS»
Asimismo, llegó a haber 250.000 personas encarceladas en toda España, un 1% de la población total del momento, de las cuales unas 2.700 mujeres estuvieron en prisiones valencianas. De hecho, dado el número de reclusos, jamás conocido anteriormente, se tuvieron que habilitar numerosos edifi cios como nuevas prisiones a lo largo del territorio valenciano, entre los que hubo dos especialmente destinados al internamiento femenino: la Prisión del Monasterio de Santa María del Puig y la Prisión del Convento de Santa Clara de Valencia.
A ellos se sumaron la Prisión Provincial de Mujeres de la propia capital valenciana, en lo que hoy es el colegio 9 d'Octubre, y las secciones femeninas de las Prisiones Provinciales de Castellón y Alicante, esta última en el Cuartel de Benalúa, también llamado Reformatorio de Adultos. No en vano, los castigos impuestos no sancionaban sólo las actitudes políticas o las posibles acciones penales del pasado, sino también los comportamientos sociales que se consideraban inmorales. Así, entre las acusaciones realizadas a las mujeres encarceladas estaban las de «vivir amancebadas», mantener una «conducta licenciosa», «organizar orgías» y ser «deslenguadas» o «faltas de moralidad».
En definitiva, como han destacado las historiadoras de la Universidad de Valencia Ana Aguado Vicenta Verdugo, las prisiones no sólo trataban de castigar la militancia política, sino también de «purificar y reeducar» a las mujeres «descarriadas». Por ello, las actividades llevadas a cabo en las prisiones de mujeres, gestionadas en muchas ocasiones por órdenes de monjas como las Adoratrices, las Hijas de la Caridad o las Mercedarias, se centraban en las tareas del hogar, como limpiar, coser y bordar, asociadas a los valores tradicionales de la feminidad, y en el adoctrinamiento y las celebraciones religiosas constantes. Aquellas que se negaban a cumplirlas podían ser castigadas de diversos modos, como el rapado del cabello, la ingesta forzada de aceite de ricino o la incomunicación.
También eran continuas las nuevas conmemoraciones de carácter patriótico, como el Día del Caudillo, el del Alzamiento o el de la Victoria, no siempre acatadas por las reclusas, como en el caso de Águeda Campos, antigua militante del Poum, que confeccionó una bandera republicana y, junto a dos compañeras, hizo que el 14 de abril de 1940 fuera paseada, ondeando sobre el palo de una escoba, por el patio de la Prisión de Santa Clara de Valencia. Como represalia, las tres fueron aisladas en sendas celdas de castigo. Por entonces, otra presa del centro, Amparo, escribía un poema cuyo estribillo era: «A orillas de una carretera hay un hermoso convento con rosas de primavera marchitándose allí dentro».
En general, ante la masificación de las prisiones, las condiciones de salubridad eran penosas. En la Prisión de la Pechina, por ejemplo, llegó a haber casi 1.500 reclusas, con el consiguiente hacinamiento que las obligaba a dormir en los pasillos, la capilla o bajo la escalera. Ello, añadido a las violaciones y palizas que muchas recibían en las comisarías y a la práctica de mantenerlas en el patio a lo largo del día, fueran cuales fueran las condiciones meteorológicas, conllevó la aparición de infecciones y epidemias de sarna, tuberculosis y tos ferina.
En este sentido, una de las particularidades de las prisiones de mujeres, como todavía ocurre en la actualidad, era la presencia de los hijos pequeños, que fueron los que sufrieron un mayor índice de mortalidad según los datos oficiales: «fallecieron» hasta 26 en las prisiones de la provincia de Valencia. Pero cabe apuntar que tal vez una parte de ellos fueron dados en adopción a otras familias, ya que en ocasiones eran apartados de sus madres, a las que se comunicaba días después que «habían muerto», sin dejarles ver el cuerpo.
Una situación similar, pero aún más terrible, fue la que afectó a María Pérez, «la Jabalina», del Puerto de Sagunto. Como ha detallado Manuel Gironaen su biografía, «la Jabalina», llamada así por sus orígenes familiares en la localidad turolense de Jabaloyes, dio a luz a principios de 1940, durante su estancia en la Prisión de Santa Clara. De su hijo nunca más se supo a pesar de estar presa durante dos años hasta su ejecución, tras ser condenada a muerte por un Consejo de Guerra que contaba con un único testimonio, claramente falso.
Un antiguo anarquista - que hizo de delator en diversos juicios, pero acabó igualmente fusilado- la acusó de haber «matado a más curas que pelos tiene en la cabeza» durante su presencia en el frente con la Columna de Hierro. A pesar de que el Hospital Provincial certificó que María había resultado herida a los pocos días de llegar al frente y había permanecido ingresada en Valencia durante los meses en que tuvieron lugar los hechos de los que se le acusaba, el tribunal militar correspondiente decidió llevarla al paredón de ejecuciones del cementerio de Paterna.
El castigo para una «voluntaria del frente rojo», «amancebada», de «temperamento exaltado» y «carácter libertino» era la muerte. El mismo que sufrió la mencionada Águeda Campos, quien fue igualmente fusilada tras una acusación sin pruebas, dejando huérfanos a dos niños pequeños, que pasaron la infancia y la adolescencia en hospicios valencianos, siendo «redimidos» del estigma de ser «hijos de rojos». La propia Águeda era quien había hecho ondear la bandera republicana en la Prisión de Santa Clara de Valencia un año después de finalizar la guerra, una bandera que en aquel caso se convirtió en símbolo de la resistencia y la dignidad de las mujeres ante el terrible intento de aniquilación política que sufrió España hace apenas tres generaciones.
(Artículo publicado en el número de marzo de la revista Plaza)