dimarts, 15 de març del 2016

El experto en arqueología contemporánea Alfredo González Ruibal analiza en un libro los vestigios que las guerras de los siglos XX y XXI han dejado en el paisaje.




Volver a las trincheras


Volver a las trincheras
La digestión de la materia. Alambrada de trinchera y casco de soldado alemán de la Primera Guerra Mundial delimitando campos de cultivo en el Kaimakchalan, Macedonia (QUIM ROSER - Colab.LV)
La arqueología empieza con una mirada. Aunque la batalla no haya terminado.
En 1915, caminando por las trincheras del norte de Francia, el corresponsal de La Vanguardia observó algo en la tierra.
“Eran como pequeños montículos de tierra, medio deshechos ya por la acción de las lluvias -escribía Gaziel–. Aparecían cubiertos de despojos guerreros: cascos, mochilas, capotes y gorras... Los restos estaban impregnados de humedad, desteñidos y rotos como estropajos heroicos. Muchas cruces estaban caídas sobre los negros montículos, como si protegieran con sus brazos abiertos los cuerpos que iban desvaneciéndose filtrados en la tierra”.
La arqueología empieza con una mirada, sigue con una pala y acaba cerrando un círculo.
En el 2011, Alfredo González Ruibal encontró y exhumó el esqueleto de un soldado republicano en Raïmat, Lleida. Lo llamaron Charlie “por aquello de que era un combatiente de la XV Brigada, la Lincoln. Pero habría sido mejor llamarle Carles o Carlos, porque el 15 de noviembre de 1938 [el día en que cayó] ya no quedaban americanos en la XV Brigada –explica el arqueólogo–. Charlie, sin embargo, se quedó con su nombre y se volvió de este modo más cercano y más persona. Según íbamos descubriendo sus huesos y sus cosas, íbamos descifrando también suhistoria, o más bien el final de su historia”.
No era el final de una historia, sino el final de la historia misma lo que Gaziel desenterró con su mirada en 1915.
“Lo más conmovedor de este desapacible lugar -escribía el corresponsal deLa Vanguardia– es que en él se encuentran amontonados en las tumbas, hombre contra hombre, confundiéndose en la misma podredumbre, los que se mataron mutuamente porque creyeron que nada podría juntarles jamás [alemanes y franceses]. Al terminar la batalla del Marne, los caminos y claros del bosque quedaron atascados de cadáveres. Había que enterrarlos de inmediato. Y aquí están todos debajo de tierra, sin gorras, ni cascos, ni armas, ni capotes, ni rastro de las mil nimiedades que añadían, a su común personalidad de hombres, engañosos emblemas de los fantasmas cambiantes que gobiernan el mundo”.
Cien años después, González Ruibal encontró a Charlie en el mismo lugar donde cayó: en el interior de su trinchera, en el mismo ángulo del zigzag que estaba defendiendo.
“Cuando los franquistas tomaron la posición simplemente echaron tierra encima y se ahorraron el esfuerzo de cavar una fosa. El gesto congelado de Charlie recuerda a los cuerpos rellenos de yeso de Pompeya, fosilizados en su último estertor. Cayó de espaldas, con los brazos flexionados, el izquierdo hacia arriba, el derecho hacia abajo, como si le hubieran empujado”.
Charlie resucitó con sus despojos guerreros: dos granadas polacas de fragmentación wz.33 con espoleta wz.31 y ocho cartuchos de balas. Y con sus estropajos heroicos: tres peines Mosin Nagant, un cepillo de dientes de plástico de la marca barcelonesa Foramen, un tubo de pasta de dientes Myrurgia y dos calcetines de lana. Eran de la talla 42. Los fabricaron J. Martínez Hermanos de Elche.
“Antes de morir disparó al enemigo. Quizá mató a alguien. Efectuó un mínimo de doce disparos, los casquillos percutidos que encontramos bajo su cuerpo”.
Lo cuenta González Ruibal –reconocido internacionalmente como uno de los mayores expertos en arqueología de los siglos XX y XXI– en Volver a las trincheras. Una arqueología de la Guerra Civil española, recién publicado por Alianza Editorial.
Cuando desenterraba a Charlie, dice, “hubo un momento en que estuve a punto de llorar”.
Sólo ha sentido una emoción comparable en Etiopía. El ejército colonial italiano cometió en 1939 una masacre en la cueva de Zeret, donde se habían refugiado un grupo de guerrilleros con sus familias. Las fuentes italianas sólo reconocen la presencia de treinta mujeres y niños, cuyas vidas respetaron.
“Pero nosotros sabemos que los civiles eran veinte veces más –explica– y que deben ser contados entre los ochocientos guerrilleros que los italianos admiten haber ejecutado: su presencia está atestiguada por la presencia de cientos de objetos de uso doméstico que en Etiopía utilizan exclusivamente las mujeres”.
En la cueva de Zeret, a diferencia de los campos de Raïmat, la emoción no la encontró debajo de la tierra. Estaba encima. Un pañuelo de mujer blanco. “Como si se le acabara de caer”.
“No es que los arqueólogos de guerras recientes podamos producir un relato más completo o más apasionante que el de los historiadores o veteranos, pero podemos ofrecer una visión única y en muchos sentidos reveladora a partir de los detalles materiales: lo trato de demostrar en el libro”.
Como Gaziel en la Primera Guerra Mundial, González Ruibal aplicó su mirada sobre la guerra civil de Etiopía, acabada en 1991, y el posterior enfrentamiento con Eritrea.
“Cuando llegué la guerra acababa de terminar y parecía increíblemente remota”. Una mirada arqueológica sobre la modernidad y la utopía totalitaria estrellada contra una sociedad de reyes y monjes. Los monstruos que el sueño marxista creó en Etiopía. En muchos casos es toda la documentación que ha quedado: “Hombres con arco y flecha andando por las ruinas de fábricas soviéticas, arados abriendo la tierra entre tractores pudriéndose en granjas colectivas”.
“A veces cuesta admitir que la arqueología es la ciencia que trabaja con los deshechos, con la basura”, cuenta González Ruibal. Pero la guerra industrial es básicamente esto: mucho metal, mucha materia. Los alemanes bautizaron así la guerra de desgaste de la segunda mitad de la Primera Guerra Mundial: die Materialschlacht, la guerra de la materia. El consumismo comercial llevado al dolor.
En Etiopía colapsó en 1991, de golpe, el ejército más grande de África, con el armamento soviético más avanzado. “De una manera increíblemente rápida, los tanques se convirtieron en artefactos arqueológicos, monumentos al fracaso de la modernidad”.
“La arqueología no nos habla de historia. Nos habla de memoria. Y las ruinas no nos hablan de historia. Nos hablan del tiempo. La maquinaria de guerra soviética en medio de la nada tiene algo único. Es un típico producto industrial, pero cada tanque fosiliza un episodio concreto de violencia, desesperación, odio o alivio. Para la historia política la ayuda es limitada. Pero ese tanque puede contar muchas cosas que los historiadores, leyendo documentos oficiales o periódicos, no pueden”.
No es una aproximación materialista a los restos materiales. “La banalidad se está imponiendo en la arqueología y la gestión del patrimonio –advierte Gonzalez Ruibal–. Se ha puesto de moda en toda Europa la musealización de vestigios de bélicos para fomentar la cultura de la paz. ¿Qué clase de paz va a fomentar una exposición que no explica cómo surge una guerra?”.
James Matthew Barrie, el creador de Peter Pan, escribió que “Dios nos dio la memoria para que pudiéramos tener rosas en diciembre”.
O escalofríos en agosto, como el zapato de tacón casi fosilizado de una mujer asesinada desenterrado en Fregenal de la Sierra, Badajoz.
“Nuestro trabajo consiste en invocar fantasmas, con todas las consecuencias que ello trae consigo”, dice González Ruibal.
La arqueología de pala y sensibilidad le permitió descubrir cómo murió Charlie. Defendiendo la República.
“Lo sabemos con precisión de forense, aunque no hace falta ser forense para saberlo –explica–. A Charlie lo mató una granada. Vio la muerte y trató de evitarla, pero no pudo. Agarró la bomba caída a sus pies para devolvérsela al enemigo, pero era demasiado tarde: le estalló en la mano derecha, se la pulverizó y le tajó los huesos del antebrazo a la altura de la muñeca. La metralla de la granada se le incrustó en varios sitios. La mayor parte fue a parar al pulmón derecho: los fragmentos aparecieron entre las costillas o en las costillas mismas. Otro trozo se le clavó en la columna vertebral, profundamente. Otros fueron a parar a su pierna derecha y con tanta violencia que le seccionaron el fémur en dos. Todo indica que murió en el acto”.
A Gaziel, la arqueología de mirada y sensibilidad le permitió desenterrar el absurdo de la Primera Guerra Mundial.
“Todos esos accesorios que los diferenciaron un día van desvaneciéndose como rastros de un sueño pasajero, breve –escribía de los cuerpos y uniformes franceses y alemanes–. Y la ceniza que les confunde para siempre yace mezclada en su igualdad esencial, tan compenetrada y fundida que ya no sería posible adivinar, si descubriéramos las sepulturas, cuáles fueron los vencedores y cuáles los vencidos”.
“He aquí el gran enigma de estos muertos –concluía–: si el rencor que sintieron en vida debía terminar en la fusión absoluta de sus cuerpos debajo de tierra, ¿porqué no fue posible, antes que la muerte los hermanara por fuerza, una libre y amorosa fraternidad de sus almas y que todos siguieran viviendo?”.
Lo escribió Jorge Luis Borges: “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Como los críos que hace unos años vi chutando sobre un abismo de huesos y tumbas trituradas. Para marcar la portería, arrastraban las lápidas de Paul Herm... (ilegible) y Jaeg F. Hempelmann. En eso se había convertido el cementerio más grande de soldados alemanes caídos durante la Primera Guerra Mundial en el sur de los Balcanes: un campo de fútbol. Los niños de Prilep, en Macedonia, se disputaban el balón sobre los cuerpos de miles de soldados. Decenas y decenas de lápidas arrancadas. Y Herm... y Hempelmann haciendo esa tarde de portería.
Más al sur, en la ladera del Kaimakchalan, todavía hay granjas que sirven el pienso a las gallinas en cascos de soldados del káiser.
Así acaban los imperios. Así empieza la memoria.